Son más de cuarenta años los que han
pasado desde que Curro Romero pisó por primera vez el albero de la Maestranza vestido de
luces. Es tanto tiempo, que la mayoría de los primeros impulsores de la religión llamada
currismo ya no están entre nosotros. Fueron aquellos aficionados de Sevilla
que descubrieron en las formas de Romero un toreo diferente, emocionante y artista, que
estaba llamado a ser un mito para la ciudad.
Los veteranos de aquellos años sesenta, felices testigos de su primera tarde en Sevilla,
frente a Radiador, el novillo de Benítez Cubero; los que vivieron con júbilo
la tarde de la presentación en la Feria, 19 de abril de 1959, con una faena inolvidable a
un toro de Peralta; los mismos que se embriagaron con las 18 verónicas seguidas que
dibujó el 16 de junio de 1960, la fecha de su primera salida por la Puerta del Príncipe,
esos iniciadores del culto al torero, se situaron ayer en diferente posición. Los que no
están entre nosotros, en un palco de la gloria celestial para ver el monumento de tan
monumental torero. Aquellos que aún disfrutan de Sevilla, la mayoría de ellos abonados
de grada, estaban detrás de la verja de la Maestranza en la calle Circo. Esos
curristas de primera hora son los que le han levantando su figura en bronce.
La forja de unos seguidores que se alimentó de la histórica tarde con Diego Puerta y
Paco Camino en 1965 y que alcanzó el éxtasis en la corrida de los seis toros del día
del Corpus de 1966. Cuando Curro salía por la Puerta del Príncipe tras lidiar seis de
Urquijo, el mito estaba plenamente forjado. Curro había subido definitivamente a los
altares de la tauromaquia y, por consiguiente, ya no tenía seguidores o partidarios,
tenía devotos incondicionales.
Era una devoción con sus virtudes bien definidas. Estaban presentes la fe para confiar a
ciegas en el torero; la esperanza de ver sus obras geniales y la caridad para perdonar sus
tardes de fracaso, que con el tiempo se hicieron también parte inseparable de su
presencia en los ruedos. Curro toreaba bien o no toreaba; no sabía torear mal. Estos
fieles de su causa levantaron la leyenda. Si Curro no tenía medias tintas en los ruedos,
los incondicionales tampoco tenían dudas: seguían adorando su personalidad.
La fiesta social para inaugurar su monumento, una obra Sebastián Santos que refleja con
precisión al torero en un desplante, en su día inmortalizado por Pepe Arjona, fue lujosa
y brillante. La escultura quedó expuesta a la veneración popular. Sevilla a Curro Romero
en el pedestal. Aún tiene la ciudad algunas deudas pendientes en la Alameda y en San
Bernardo. Ofreció el documento -así lo llamó- Alfredo Flores, y habló Curro con el
corazón. Luego llegó el turno de los políticos. Una voz que surgió detrás de la
verja, de uno que estaba en las localidades baratas de nuevo, puso las cosas en su sitio.
Curro, los de la grada, seguimos contigo, sonó firme la palabra de un
veterano, seguro que uno de los que en su primer momento alimentó la devoción por
Romero.
Y es que en cuarenta años se han quedado muchas personas en el camino. Algunas como Pepe
Rodríguez de Moya, el farmacéutico de Marqués de Paradas que se nos fue hace pocos
días, o José Algaba, prototipo de romerista sin pedir nada a cambio. Los eché de menos,
como también recordé a Antonio Torres, fiel hasta la muerte a Curro. Y por supuesto a
Diodoro Canorea, que animó a Rafael Alvarez Colunga a llevar adelante el inmenso trabajo
que ayer se culminó. La añoranza por ellos se reforzó por la presencia de una nueva
especie de neocurrista que nunca vieron al torero en los primeros momentos de su forja,
que probablemente no lo han visto nunca, pero que se han apuntado a una causa vistosa y se
han subido al carro cuando ya la estación definitiva se avistaba en el camino.
Cada molécula del monumento a Curro tiene el nombre anónimo de un devoto del matador de
Camas. Los que aún siguen entre nosotros pueden acudir a visitarlo, casi a orar, si se me
permite esta osadía, como el portavoz de esa voz sin nombre que habló en nombre de los
que van a la grada. De los muchos que presenciaron la inauguración desde la orilla
celestial, me consta que sus hijos se acercarán para ver de cerca la representación de
la persona inmortalizada que fue por sus antecesores motivo de adoración.
Curro mira a Camas, a Triana y al Guadalquivir, aunque de reojo no pierde de vista a la
Maestranza. Seguro que alguna noche surgirá un diálogo virtual entre el Pasmo y el
Faraón, ambos enfrentados, ambos mitos del toreo que han quedado para siempre entroncados
en las raíces de la ciudad. En la hora de la felicitación al maestro, queda la seguridad
de que su sabiduría de hombre de la tierra le permitirá recordar siempre que su gloria
la forjaron los de la grada, los mismos que ayer tampoco le fallaron. |