ALFONSO USSÍA
Don Francisco Romero


A Curro Romero le conocía desde niño. He sido público de sus triunfos y sus derrotas, de sus esculturas desmayadas y sus huídas imprevistas en Madrid, en San Sebastián, en Sevilla, en Bilbao... Una mañana donostiarra, en plena Semana Grande, cuando aún permanecía en pie la entrañable y muy entendida plaza del Chofre, saludé a Curro por primera vez. Me lo presentaron mis parientes Alvarez Pickman, curristas hasta la médula, Alfredo Alvarez Pickman era lo más sevillano que puede darse en Sevilla. Callado, observador, sentencioso y agudo. No soportaba los malos tiempos del norte con sus chubascos veraniegos, y en la mitad de agosto ya soñaba con su Sevilla tórrida y soleada. Una tarde se lo planteó a su mujer Rosario Urquijo de Federico (de ahí me viene el parentesco): -Rosario, no aguanto más este tiempo. Mañana me voy a Sevilla-; Rosario Urquijo miró a su marido con indisimulado estupor. -¿Y qué vas a hacer en Sevilla, con cuarenta grados a la sombra?-; Alfredo no se dejó vencer. -¿Y quién te ha dicho que yo voy a estar a la sombra?-. Y se fue a Sevilla, con todo su arte. Por eso era tan currista.

Me presentaron a Curro, saludé a Curro y no conocí a Curro, porque la brevedad del encuentro me lo impidió. Hace días, en Sevilla, tuve la suerte de cumplir con mi ilusión. Gracias a mi compadre, Antonio Burgos, compartí un largo y prodigioso almuerzo con Curro Romero. Lo mejor de Curro es su naturalidad. También lo mejor, su sabiduría. Como si nada, suelta unas sentencias que ya quisieran el Guerra, el Gallo y Cagancho juntos. Me lo había advertido otro gran amigo de Curro, Jesús Quintero, el "loco de la colina". -Pregúntale a Curro por el público taurino-. Y delante de mi compadre, mientras le mangábamos al maestro unos langostinos insuperables, se lo planteé. -¿Qué público te gusta más, el de Sevilla, el de Madrid o el de Ronda?-; y Curro que responde: -A mí, de verdad, el público que me gusta es el del tenis-.

Curro Romero no ha olvidado sus raíces. Es un sabio luminoso con palabra de campo. De campo sufrido, por otra parte. En otro orden de ilustración -más auténtica, menos leída-, como Manuel Halcón, el inolvidable don Manuel. Cuando ingresó en la Real Academia Española, Antonio Mingote le dedicó un dibujo delicioso. Se veía a un bedel en las puertas de la docta casa reclamando el coche del nuevo académico. -¡Coche de don Manuel Halcón!-; y aparecía un tractor conducido por un elegante chófer. Don Manuel era tan de campo, tan hermosamente tradicional, que le guardaba luto a sus caballos. Por Sevilla iba elegantemente vestido -era la síntesis de la elegancia-, con unos botos camperos. -¿Qué hace usted así, don Manuel?-, le preguntó Antonio Burgos en las escaleras del hotel Alfonso XIII. -Estoy guardándole luto a mi caballo-. Claro, que don Manuel era primo hermano de Fernando Villalón, o mejor para mí, Fernando Villalón fue primo hermano de Manolo Halcón.

Las conversaciones privadas no se cuentan, pero sí el recuerdo de su riqueza. Curro Romero, el mito, no decepciona en el mano a mano personal. Muy al contrario, asombra. Pero con la palabra no es Curro, sino don Francisco. Le desborda el señorío popular y antiguo de su condición. Maravilla con su ingenio rápido y seco. Emociona con su sentido de la vida, tan equilibrado y justo. En la plaza puede ser todo lo que de él dicen. El Faraón de Camas, el árbol desmayado, el administrador del tarro de las esencias, el dique invisible que detiene el curso del Guadalquivir porque también el agua tiene derecho de sentir a Curro a su paso por Sevilla. En la plaza puede ser todo eso y más. La felicidad o la decepción. Mozart o un instrumento desafinado, el alma o el hombre. En la plaza es también una religión con el rito solemne que él interpreta y el seguimiento fervoroso de sus fieles, que se cuentan por millares. A Doña María de las Mercedes le preguntaron después de la boda de su nieta, la Infanta Elena, por el piropo que más le había gustado de los sevillanos. Le llegaron al alma un par de ellos. "¡Bética!" y "¡Currista!"

Don Francisco habla con respeto y generosidad de todos. Esa costumbre sólo la cumplen los grandes. Los pequeños de espíritu siempre aprovechan para ensombrecer a los demás. Pero en verdad, lo que queda de Curro Romero en don Francisco Romero -que es mucho-, es primordialmente su señorío. Llevamos años y años intentando deprimir los viejos conceptos, siempre fundamentales. El señorío, la buena crianza, la educación natural y sencilla. Todo eso lo tiene don Francisco, que ya de luces, es Curro, el mito, el donaire, el arte, la pasmosa sutileza en los momentos difíciles.

Le perdono a mi compadre Antonio Burgos la percebada que me debe. Se la perdono a cambio del placer que me ha proporcionado llevándome hasta Curro Romero en el ámbito de su cercanía. Gracias a él he conocido a don Francisco, y por don Francisco me he hecho ya definitivamente currista.

Y encima de manguis. Porque fue don Francisco y no don Antonio el que se hizo cargo de la factura. Con langostinos frescos de Sanlúcar y un jamoncito bien cortado que Dios no lo supera. Lo iguala, pero no lo supera.




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